"Sí, es posible enviar un proyectil a la Luna, si se llega a dar a este proyectil una velocidad inicial de doce mil yardas por segundo. El cálculo demuestra que esta velocidad es suficiente."
Hace poco pensé, ¿cómo puede ser que esto lo escribieran hace más de 150 años? Fue releyendo De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna, de Julio Verne. Dos novelas que, aunque naif, tienen momentos que te dejan con la boca abierta diciendo: Oye, espera… esto se parece mucho a lo que ocurrió de verdad con el Apolo 11. Y no es broma.
La trama de
las novelas es la preparación y el viaje de una cápsula tripulada a la Luna. La
gracia está en que todo esto ocurre mucho antes de que existiera siquiera la
idea de un cohete. Pero Verne se lía la manta a la cabeza y empieza a tirar de
fórmulas, medidas, materiales… y lo convierte en algo bastante convincente.
Verne sitúa
el lanzamiento en Florida, justo donde hoy está Cabo Cañaveral. Mete a tres
tripulantes en la cápsula, como haría la NASA un siglo más tarde. Las distancias,
datos… y lo más fuerte: calcula una velocidad de escape de unos 11 km/s,
que es prácticamente la cifra real. Además, describe una cápsula hermética,
con sistema de oxígeno, provisiones, paredes aisladas… ¡Vamos, que si le pones
una micro:bit y un par de servos, aquello despega!
Verne era un “anticipador”, igual que Clarke o Asimov: como pasa con el Nautilus, que era un submarino eléctrico cuando aún íbamos en barcos de vapor, con este proyectil lunar ocurre lo mismo: no existía… pero estaba ya pensado. Y eso, para mí, tiene muchísimo valor. Como quien dice: no construyó la nave, pero sí dibujó el mapa.